A pesar de la extensión de esta región y de su centralidad dentro del proceso urbano que se desarrolla en el sur de la península ibérica desde inicios de la Edad del Hierro, la nómina de talleres constatados arqueológicamente en el Bajo Guadalquivir y sus campiñas interiores es francamente reducida y no hace justicia a la verdadera dimensión que debió alcanzar la industria alfarera en el corazón de Turdetania, sobre todo en la segunda mitad del Ier milenio a.C. En efecto, la cantidad y variedad de clases cerámicas elaboradas con arcillas locales que encontramos en los contextos de consumo desde los mismos inicios de la colonización fenicia choca con la escasez de evidencias de producción documentadas, especialmente en las fases más antiguas, pero también en algunas áreas alejadas de los grandes emporios fluviales.

La aparición desde finales del siglo VI a.C. de tipos anfóricos propios del Bajo Guadalquivir, como son las formas Macareno o Pellicer B y C, nos hablan del surgimiento y consolidación de una estructura productiva y distributiva independiente de los centros alfareros de la costa destinada a dar salida a los excedentes agropecuarios generados tanto en el valle como en las comarcas del interior. Asimismo, la presencia de diferentes variantes de las mismas ánforas, en forma y tamaño, además de la diversidad de recetas de pasta y rasgos de fabricación visibles en los ejemplares estudiados, invitan a pensar en una producción descentralizada y hasta cierto punto autónoma, adaptada a las necesidades de las distintas comarcas y dirigida a un consumo prioritariamente regional. Al menos hasta la posterior introducción en el siglo III a.C. de la forma Pellicer D, mucho más estandarizada y con una mayor difusión fuera de los mercados turdetanos, parece que la tónica dominante de estos envases es la diversidad, lo que solo puede explicarse por la coexistencia de varios centros alfareros dispersos geográficamente.


Ello es extensivo al resto de las clases cerámicas, como las producciones comunes de almacenamiento, servicio y mesa o la cerámica de cocina. Esta última se continuó modelando a mano al menos hasta el siglo V a.C. y mantuvo en sus versiones a torno cierta variabilidad de perfiles a pesar de su progresiva estandarización. Por su parte, la cerámica común, que reúne la mayor parte del repertorio doméstico turdetano, es una herencia del periodo orientalizante donde se produce, a su vez, una síntesis parcial y selectiva entre las producciones a mano locales de finales de la Edad del Bronce y la tradición alfarera importada por los colonizadores fenicios, dando lugar a un elenco limitado y monótono de formas, en muchos casos polifuncionales, que evolucionarán con pocos cambios hasta el cambio de Era. En este sentido, las pequeñas diferencias que se aprecian entre las distintas variantes de un mismo recipiente no parecen responder tanto a criterios cronológicos como a la coexistencia de múltiples talleres y artesanos que reproducen, con relativa libertad, los mismos prototipos.

De lo que no cabe duda es que estas manufacturas cerámicas se hallan determinadas por la herencia tecnológica, formal, funcional y estética orientalizante, cuya continuidad y adecuación a las necesidades de la población local está garantizada por la introducción del modo de producción artesanal, y en concreto por la configuración de una tradición alfarera propia que es capaz de mantener sus principales rasgos y su personalidad sin apenas modificaciones durante siglos. Para ello no solo es necesario la presencia de talleres y artesanos, sino una adecuada distribución geográfica, hasta consolidar una red lo suficientemente densa para facilitar el intercambio de ideas, modelos y experiencias y asegurar su reproducción en el tiempo.

Las evidencias más antiguas de producción alfarera proceden de Coria del Río, donde se pudo documentar parcialmente la cámara de combustión de un posible horno cerámico vinculado a la primera fase de ocupación del barrio comercial fenicio asentado en el Cerro de San Juan, previa a la construcción del recinto sagrado en torno al cual se organizará este sector del asentamiento durante el resto de la I Edad del Hierro. 


Aunque esta estructura no se llegó a excavar en extensión ni en profundidad, la cerámica asociada ha permitido fecharla en la primera mitad del siglo VIII a.C. No obstante, habrá que esperar a la II Edad del Hierro para encontrar nuevos contextos de producción, en este caso más completos y complejos, y con cierta continuidad como para analizar en diacronía los rasgos arquitectónicos, constructivos, tecnológicos y productivos de los talleres alfareros del Bajo Guadalquivir. Nos estamos refiriendo a los hornos excavados en Cerro Macareno (La Rinconada), fechados entre fines del siglo V e inicios del IV a.C., y en el área industrial del Albollón de Carmona, cuya producción se inicia en torno al siglo para continuar al menos hasta el II a.C.

En todos los casos se trata de hornos de pilar central, herederos de los prototipos introducidos por los colonizadores fenicios a principios de la Edad del Hierro, de los cuales derivan, y similares en muchos aspectos a las estructuras de combustión que en esos momentos se estaban utilizando en los establecimientos púnicos a ambas orillas y en ambas vertientes del estrecho de Gibraltar. Desde finales del siglo VI a.C. se habían empezado a introducir en esta zona los hornos de planta de tendencia circular y pilar central, primero unido a la pared posterior de la cámara de combustión formando un murete de adobe y posteriormente exento, de forma ovoide o circular. Este modelo es el que se extiende desde el siglo V a.C. hacia los alfares del Bajo Guadalquivir, dando lugar a variantes de distintos tamaños y soluciones constructivas, generalmente con un pilar de grandes proporciones y forma oval o cuadrangular con las esquinas redondeadas, y solo excepcionalmente con un murete axial unido al fondo.


Su implantación en la región, por tanto, no solo debe entenderse solo como una evolución interna de los hornos fenicios arcaicos, sino también como el resultado de un proceso centenario de interacción mutua que conllevó la mejora técnica de los hornos y un incremento en la pericia del artesanado indígena. Prueba de ello son los cambios que se observan en estas piroestructuras a finales del siglo III o inicios del II a.C. y que reflejan la introducción, también desde los centros púnicos de la costa, de los hornos de parrillas móviles sustentadas por un sistema de barras de adobe plano-convexas dispuestas radialmente entre el pilar central y la pared perimetral, tal como se ha podido constatar en el caso paradigmático de Pajar de Artillo, en Itálica. Esta novedad no solo supone un aumento en el tamaño y la capacidad de los hornos, sino también una mayor facilidad en su construcción, mantenimiento y reparación, lo que contribuye igualmente a incrementar su rendimiento económico, en consonancia con las tendencias de la demanda y con una dinámica comercial cada vez más competitiva que no hará más que incrementarse tras la derrota cartaginesa y la incorporación de la región a la órbita romana.

De hecho, la conquista romana no parece introducir grandes cambios en el paisaje productivo del interior de Turdetania, o al menos no en el ámbito alfarero, como se refleja en los hornos excavados en los sótanos del Palacio Arzobispal de Sevilla y, sobre todo, en la zona industrial del Arrabal de Carmona, que mantienen la misma tendencia al incremento en el tamaño y a una mayor complejidad constructiva, con la aparición de las bóvedas de adobe como sistema de sustentación de la parrilla. Esta constituye la última etapa en la evolución los hornos turdetanos, que preludian el empleo masivo de arcadas complejas en la cámara de combustión desde época julio-claudia, aunque conservando en la mayoría de los casos casos la planta de tendencia circular. Así pues, aunque el final de la tradición alfarera fenicio-púnica puede situarse en el valle del Guadalquivir en época augustea, con la expansión del fenómeno de la villa y el traslado de los talleres a los nuevos emplazamientos rurales, no es menos cierto que, en esencia, el nuevo horizonte tecnológico romano perpetuará en gran medida los rasgos arquitectónicos, constructivos, y organizativos de las estructuras artesanales locales.