La llegada de los fenicios a la región y su asentamiento en varios puntos de la bahía, tanto en el área insular como en las cabeceras de los principales ríos, supuso un punto de inflexión abrupto en lo concerniente al modelo de aprovechamiento de los recursos locales y paralelamente a la producción de cerámicas. Hasta entonces la fabricación de cacharros utilitarios, cuidados o de cocina, a mano y con revestimientos y decoraciones básicas, habría correspondido a talleres de capacidad limitada y carácter “doméstico” (es decir, no especializados). Las formas fabricadas, así como sus acabados, tamaños y funciones, correspondían a una larga tradición alfarera previa desarrollada a lo largo de buena parte del II milenio a.C., centrándose estas manufacturas a mano en cubrir las necesidades culinarias cotidianas y de almacenaje de estas comunidades del Bronce Final.

A lo largo de los siglos VIII-VI a.C. se implantaron alfarerías con tecnología y conceptos económicos traídos por los fenicios (torno, hornos bicamerales, especialización y jerarquía gremial, procesado específico de las arcillas, decoraciones pintadas complejas, figuración, estandarización, producción en masa, complementariedad con otros sectores económicos, etc.). Sabemos aún poco de estos primeros talleres, cuya existencia apenas está arqueológicamente verificada gracias a algunos indicios localizados en el solar del Teatro Cómico (en la isla norte, Erytheia) y a los resultados de diversos proyectos arqueométricos.

 La ubicación de estos centros y su tamaño es por ahora difícil de valorar, aunque quizá estuviesen situados en el interior de los núcleos de habitación (o junto al santuario principal), conformando pequeñas agrupaciones artesanales al modo de las metrópolis del Levante mediterráneo. Nada sabemos de los hornos, y la identificación de posibles piezas pétreas de tornos realizada en el Teatro Cómico no parece definitiva, por lo que serán necesarios nuevos hallazgos para arrojar luz sobre esta fase arcaica. En cualquier caso, tanto los hallazgos terrestres como los subacuáticos disponibles sugieren que Gadir creció como núcleo económico (productor) a lo largo del siglo VII y sobre todo en la primera mitad del VI a.C., por lo que podemos presumir que tanto en la orilla continental como en el ámbito insular se incrementaría el número y actividad de los talleres cerámicos, con el objetivo principal centrado en la producción de ánforas T-10121.El tercio central del siglo VI a.C. parece haber sido una etapa clave de transición en la bahía gaditana, en el marco de una “crisis” generalizada entre los fenicios occidentales y de reordenación de los núcleos de asentamiento y de las relaciones con el mundo “indígena”. Para Gadir fue, sin duda, una catarsis muy positiva, que desembocó en un replanteamiento de la ciudad insular y reformas sensibles en los asentamientos amurallados de las cabeceras del Guadalete y del Iro. El progreso de la producción y comercialización de excedentes agrícolas y pesqueros presumida para la fase anterior, alcanzaría a lo largo del siglo V cotas altísimas, lo que ha quedado reflejado en el desarrollo de un amplio programa de colonización agrícola tanto de la zona continental como del territorio insular. En este último ambiente, los terrenos cercanos al santuario de Melqart fueron ocupados por varias decenas de instalaciones rurales que primordialmente se dedicaron a la producción de ánforas T-11210 y otras clases cerámicas (barnizadas, pintadas, comunes, grises, cocina, terracotas, etc.). Las numerosas excavaciones realizadas confirman que debió tratarse de instalaciones modestas en su arquitectura y concepción, aunque altamente especializadas y muy prolíficas, conectadas indisociablemente al circuito económico pesquero-conservero, principal recurso exportador de la bahía junto a la redistribución de metales y otras mercancías atlánticas. Este paisaje rural trufado de alfarerías debió causar un profundo impacto en el entorno (deforestación, canteras, etc.), al mismo tiempo que generaba una actividad comercial no menos importante (ligada sobre todo a las ánforas para el comercio conservero), cuya huella es patente en los ricos ajuares de las élites enterradas en la necrópolis insular. Los talleres de esta etapa contaron con hornos grandes y robustos, agrupados por parejas o tríos que conjuntaban grandes prioestructuras para las ánforas junto a otras más pequeñas. La producción anual debió alcanzar enormes cifras de ánforas y otras piezas, surtiendo tanto a los saladeros como a la ciudad y a sus santuarios (de imágenes y elementos votivos).


Las exportaciones mediterráneas gadiritas colapsaron en el siglo IV, afectando gravemente a estos talleres, que en muchos casos fueron abandonados o disminuyeron significativamente su actividad. En cualquier caso, la producción de envases de transporte (T-12111, T-8211) continuó siendo importante, en un contexto general en el cual Gadir hubo de concentrar su economía hacia el espacio atlántico y los circuitos regionales de los grandes valles fluviales del suroeste ibérico y oeste mauretano. Tras unas décadas de retracción, a partir de la segunda mitad del siglo III a.C. la red de alfarerías dispersas por el territorio insular de la bahía se reactiva con viveza, diversificándose el repertorio anfórico local (T-8211, T-12111/2, T-9111, imitaciones de grecoitálicas) y proliferando progresivamente las marcas estampadas sobre ellas (muchas de ellas, improntas de anillos vinculados a las élites locales, con motivos alusivos a la pesca atunera, el envasado o a los propios alfareros). Aunque se dieron frecuentes fenómenos de reutilización o actualización de estructuras más antiguas, muchos nuevos hornos fueron construidos, con técnicas y formas distintas, quizá influidos por los talleres cerámicos centromediterráneos, proliferando plantas circulares con largo corredor o periformes, con columnas de adobe y parrillas compuestas por barras de adobe plano-convexas. De nuevo, la producción principal se vinculó al renacer de la industria conservera, pero también se fabricaron ingentes cantidades de vajillas barnizadas, cerámicas comunes, de cocina o terracotas, surtiendo no sólo a la bahía sino también a buena parte de las ciudades costeras de la esfera atlántica. Esta maquinaria alfarera de gran envergadura, tras superar las dificultades puntuales plantadas por el final de la II Guerra Púnica, continuó en funcionamiento en los primeros momentos del periodo romano republicano, como testimonio material evidente de la habilidad mostrada por las élites locales para saltar de bando y conseguir un escenario propicio para reavivar rápidamente el comercio marítimo y negocios estratégicos como la pesca y la salazón.